Durante seis años, Samat Senasuk sacó con sus manos desnudas toneladas de peces atrapados en unas redes que erosionaron poco a poco sus dedos. Las jornadas de hasta 18 horas al día no daban respiro a sus huesos y, al final, dos de sus dedos cedieron ante las afiladas redes y se quebraron. Recibió una paliza por su torpeza y tuvo que seguir trabajando. En alta mar, entre Tailandia e Indonesia, era imposible abandonar su cárcel.
Samat nunca eligió subirse a ese barco, que alimentaba la rica industria pesquera tailandesa, una de las principales proveedoras de Europa. Todo empezó con una promesa de un trabajo con un sustancioso salario como guardia de seguridad en un edificio de Bangkok, la capital de Tailandia. El prometido inmueble acabó siendo un gigante flotante, del que Samat casi nunca podía salir. El sueldo terminó reducido a apenas 80 euros mensuales (una tercera parte del salario mínimo en Tailandia) y era a menudo retenido por su patrón para evitar que se escapara. Al final, Samat consiguió ahorrar algo de dinero para sobornar al guardia de un puerto en Indonesia en el que el barco había atracado y pudo escapar. Lee el resto de esta entrada »